Muchas veces decimos que el rugby es un deporte formador; formador de carácter, contenedor, generador de fortaleza y una herramienta de gran calidad para enseñar el concepto de responsabilidad. El apego a las reglas, la responsabilidad y la seguridad en las acciones son características que se buscan y se fomentan para la práctica de este deporte.
Una de las principales cosa que enseña el rugby es a luchar contra la adversidad. Entrar a una cancha de juego es saber que se entra a luchar por la posesión de la pelota, que te van a tacklear, que te vas a levantar y vas a seguir adelante, siempre con la línea del ingoal como meta. Para eso hace falta no sólo entrenamiento físico y técnica, sino pasión, fuerza anímica, garra, resistencia individual y colectiva, solidaridad, sacrificio y un fuerte vínculo con el resto del equipo y con la camiseta que representa, como símbolo, algo superior para lo cual se está jugando.
La adversidad es todo aquello que se opone a nuestros deseos. En esta primera parte vamos a pensar en la adversidad “material”, puntualmente en todo lo relacionado con la intensidad del juego que se mantiene a lo largo de todo el partido y de todos los partidos de un campeonato.
Para poder entrar en una cancha el jugador tiene que entrenar, desarrollar un estado físico particular y propicio para resistir un partido; el rugby es un juego donde las condiciones son adversas desde el inicio, donde se confronta con otro equipo que seguramente hará todo lo posible para ganar. Ir sin la mejor preparación a disputar un partido va más allá del resultado ya que también puede significar salir de la cancha lesionado. En este deporte como en ningún otro hay una permanente invasión del espacio propio, hay un contacto físico ineludible y hasta indispensable, que el jugador debe estar dispuesto a aceptar. Hay choque, lucha, saltos, pases; hay tackles, empujones, presión, levantamiento de otros jugadores, carreras que implican cambios de pie, cambios de ritmo, cambios de dirección, trotes, desplazamientos explosivos, patadas a la pelota… el rugby necesita jugadores con capacidad de adaptación y con buenos niveles de tolerancia a la frustración y a la intensidad que adquiere el desarrollo del juego. Esto va más allá de la resistencia física.
Hay algo que distingue a un jugador de rugby: toda esta adversidad, en lugar de disuadirlo, lo motiva. Donde hay adversidad, el jugador de rugby ve un DESAFIO.
Algunos sostienen que terminar de jugar un partido es en sí mismo un logro de dimensiones mayúsculas. Al final del encuentro el cuerpo del jugador está molesto e incluso dolorido. A medida que pasen las horas irán emergiendo los signos de la batalla en la propia piel. Algunos pensamos que ya entrar a la cancha a jugar es un logro en sí mismo, porque tuvo que existir previamente un movimiento interno, percibido o no por el propio jugador, tendiende a desestimar el miedo que implica entrar en lucha directa, cuerpo a cuerpo, con el adversario. No hay que subestimar esto.
Pese a los dolores, el jugador vuelve a los entrenamientos para enfrentar el próximo partido. Precisamente, este deporte va desarrollando un incremento en los niveles de tolerancia a las molestias y a los dolores, los jugadores se van acostumbrando a ellas de una forma distinta a como es vivida en cualquier otro deporte. Esto no implica sólo lo físico; acostumbrarse a sobreponerse a estas situaciones que se sienten en el propio cuerpo y en el equipo, va formando el carácter y así se consolida, con el tiempo, uno de los aspectos de la resistencia a la adversidad.
El jugador de rugby, frente a la adversidad, siente el aguijón del desafío. Aprende a dar el máximo de sí mismo para conseguir lo que quiere. Aprende a sobreponerse a la exigencia física del juego, aprende a luchar con sus compañeros al lado hasta el límite de su fuerza, pero sabiendo que tiene a sus compañeros y que, fundamentalmente, sus compañeros lo tienen a él. Tiene que llegar a lo más hondo de sí mismo para enfrentar al adversario, incluso con dolor, hasta el minuto 80, a un ritmo vertiginoso.
Hay un antes y un después a la decisión de jugar al rugby, una visagra. Aún aquellos que no lo recuerdan porque eran muy chicos, en algún momento optaron, eligieron. El que no entiende la psicología del rugby, no sólo su filosofía y su cultura, no comprende cómo un jugador, de la edad que sea, amateur o profesional, entra a la cancha y pone absolutamente todo en el momento que juega, como si se tratara de llevarse por delante cualquier cosa que se interponga entre su equipo y la línea del ingoal. Mucho menos entiende cómo hace para disfrutarlo.
Esa decisión hará la diferencia, ya que además de las destrezas individuales, la preparación física, entender el juego y entrenar, el jugador tendrá que aprender a tomar decisiones, dentro y fuera de la cancha, y la mayoría va a tener un trasfondo común: hacer lo que mejor lo prepare para afrontar el partido y apoyar a sus compañeros. Es algo que tiene que ver con la disciplina y, más concretamente, la autodisplina.
Una de las formas de la adversidad, entonces, es la adversidad “material”, todo lo que implica el contacto cuerpo a cuerpo. Todo lo que un jugador tiene que hacer para enfrentar partido tras partido esa adversidad va a tener una traducción en su vida “mental”. Después de pasar por esta experiencia la vida se enfrenta de otra forma, aunque el jugador ni siquiera se de cuenta. Por eso el rugby también educa.
La adversidad también puede venir de cuestiones que no tienen que ver con lo “material”; aquello que se opone a la concreción de los sueños puede provenir del interior del propio jugador, aunque en primer momento parezca un hecho externo. Hace un tiempo un jugador me decía: “hago todo, me entreno más que nadie, mejoro día a día, pongo todo, pero pusieron a fulano, porque es hijo de un directivo”… Algunos se dan por vencidos, otros siguen para adelante. De esto vamos a hablar en la segunda parte de este artículo, donde tendremos en cuenta también el concepto de sometimiento.
Bajar en PDF
Lic. Inés Tornabene
Psicóloga