Hace unos años tuve una paciente que voy a llamar Caroline, por Caroline Ingalls. Caroline había sido criada dentro mandatos sociales muy claros: la mujer debe casarse, tener hijos, cerrar los ojos, y poner cara de felicidad. Caroline había aprendido muy bien eso y tenía una familia Ingalls que, vista desde afuera, era la familia perfecta: un marido trabajador y proveedor, hijos estudiosos, hijas que no se ponían botas negras y minifalda porque creían que eso era para chicas “indecentes”, casa, auto, jardín, iglesia y vacaciones.
Pero algo la trajo a la consulta, la trajo todo lo que no podía decir y que costó mucho esfuerzo que pudiera siquiera animarse a enfrentarlo.
Caroline era la Sra Ingalls en la ideología, pero no tenía nada que ver con el aspecto de la actriz. Caroline, sin importar su descripción física en lo más mínimo (porque acá no es cuestión ni de gordura, ni de falta de cintura, ni de cabellos deslucidos, ni de joggineta como religión), impresionaba abandono. Borrados sus caracteres sexuales secundarios, parecía que había eliminado de su vida todo rastro de sensualidad. Caroline era puro “Demeter”, pura madre, The Big Mother, y una mujer que se pone en esa posición en forma exclusiva, amordaza a su Afrodita interior y nos transmite esa imagen desexualizada a años luz de todo lo que las mujeres hacemos para seducir, desde que nos miramos al espejo e intentamos seducirnos a nosotras mismas, hasta aquellas que van por la vida seduciendo hasta a las piedras. Tenga 5, 15, 30, 50 u 80 años.
La sexualidad nace y muere con nosotros. Somos seres sexuales y, como decían Freud y Dr. House, siempre se trata de sexo.
Caroline no podía poner en palabras muchas cosas. No tenía tampoco bien en claro por qué había decidido iniciar terapia, pero estaba sentada frente a mi en la primera entrevista con una gran sonrisa que no coincidía con la expresión de sus ojos. Años de lectura de las enseñanzas de Paul Ekman y de observar personas y lo que dicen sus cuerpos me dieron suficiente background para dividir mentalmente una cara y darme cuenta cuando la sonrisa camina para Marquez y la mirada va en tren rumbo a Tigre. Llevó mucho tiempo que Caroline se animara a contar sobre sus frustraciones, sobre lo que había detrás de las apariencias, sobre su paupérrima vida sexual con su marido, sobre el impacto de haber perdido a sus padres. Caroline era una estructura de apariencias con un gran sufrimiento interno.
Caroline hablaba y hablaba, pero no decía nada. Su tema de conversación preferido eran sus hijos. Pura palabra vacía, bla bla bla, tuve que medir con mucho cuidado mis intervenciones. Todo indicaba que ella internamente sospechaba que su marido tenía un affair con otra mujer, pero Caroline cerraba bien fuerte los ojos, la boca y los oidos. Y más fuerte cerraba todavía la nariz y la piel, porque si hay un lugar donde las personas perciben estas cosas son a través de la nariz y la piel. Y esto no es poesía, es química de hormonas, neurotransmisores y feromonas. Las feromonas se respiran, el mensaje llega al cerebro, y ahí se decodifica y se mandan las señales de alerta. Me da gracia cuando alguien dice que el último en enterarse es el o la “víctima” del engaño, porque siempre, en realidad, fueron los primeros en saberlo.
Una situación así en una pareja no es algo irremontable. Con la estructura familiar de contención (nota al pie: familia no es lo mismo que pareja, son sistemas superpuestos pero no son lo mismo), con un buen pasar económico y con alguien al lado dispuesto a perpetuar la mentira, Caroline tenía todo a su favor. Con mucho cuidado empezamos a sumergirnos un poco en esa relación. De a poco pude enterarme cuáles eran las cosas que Caroline quería de su marido: era buen padre (respuesta básica primaria si lo miramos desde la Psicología Evolutiva), buen proveedor, no era una persona violenta, se ocupaba de todo y sobre todo, era una persona honesta y sincera, dos características que siempre se encargaba de destacar sobre todas las cosas. Tenían algunas discusiones propias de la convivencia, tenía “quejas” como cualquier persona que convive con otra, y cada uno con sus caracteres que eran absolutamente irrelevantes a la hora de entender la dinámica de esa pareja. Pero eso era, básicamente, lo que Caroline quería de él.
Caroline se había enamorado en algún momento del ideal del Yo de su marido.
Una de las preguntas que algunos psicólogos nos hacemos -al menos los psicólogos que entendemos que siempre estamos hablando de Amor dentro del consultorio- es qué nos enamora de una persona. Buscamos en estudios como los de la antropóloga Helen Fisher, buscamos en el Psicoanálisis, buscamos en la Psicología Evolutiva, buscamos en los relatos de nuestros pacientes, buscamos en nuestras vidas, buscamos en la vida en general. Todo va conformando un mosaico para que podamos armar un plexo teórico que nos de herramientas para entender a ese dolor con forma de humano que tenemos delante.
Caroline amaba lo que seguramente era el ideal del Yo de su marido. Que coincidía con su propio ideal de Sra Ingalls criada bajo mandatos ancestrales y pétreos. Siempre el entrelíneas dejaba ver que Caroline sabía del engaño y la mentira con la que convivía. Pero no podía ponerlo en palabras. Eso le acarreaba un sufrimiento y un desgaste de energía psíquica puesta al servicio de mantener las apariencias, propiciado por algún rasgo masoquista. La pregunta era ¿por qué elegir vivir así?
Llevó más tiempo todavía que Caroline recordara que había habido un engaño confesado hacía muchos muchos años. Caroline, por las circunstancias, por la vida, por los mandatos, por el amor, por lo que fuera, había perdonado. O eso decía.
Pero Caroline se había armado una estructura tal donde podía obtener el beneficio secundario (entendido en el alcance que le da Freud cuando habla del síntoma) a diario: detrás de todo rasgo masoquista, hay uno sádico, son binomios, y Caroline se aseguraba de llevar adelante su castigo con una sonrisa fingida en los labios y con una habilidad increíble en el manejo de las culpas ajenas. Caroline castigaba duro ofreciendo una apariencia desexualizada y deserotizada, desganada totalmente a la hora del intercambio de fluidos, una pura convocatoria a la frustración, no ya propia sino a la frustración de su marido. Una invitación a la huida. ¿Su beneficio secundario de tener una vida sexual así? Castigar, castigar y castigar. Caracteres maternos exacerbados (que ahuyentan el erotismo de un hombre que ha llevado a pique a su complejo de Edipo), Caroline en privado y en público se ponía un cartelito de neon que decía “no quiero sexo con vos” y seguía acumulando abandono en su apariencia física. Pero no estaba dispuesta a soltar a la presa. Precisamente porque su libido estaba puesta al servicio del castigo de lo que nunca había podido perdonar ni superar. Ese era su premio.
A veces nos preguntamos en charlas entre psicólogos por qué la gente elige y decide tener vidas de mierda en una actualidad que nos da todo como para ser sinceros y felices.
Lo que Caroline no podía decir era lo que realmente saltaba a la vista respecto a su marido. De sus sueños (única forma a través de la cual pude entender algo) lo que surgía era siempre la presencia de un hombre hipócrita, insincero, mentiroso y egoista. Las sesiones terminaron abruptamente cuando intenté vincular al hombre de sus sueños (vaya frase) con el hombre de su realidad de todos los días.
Caroline simplemente no podía ver la oscuridad en su marido. Sólo quería ver la luz. Y no podía poner esto en palabras. Ella no quería al ser de luz y de sombras. Ella quería al ser de luz. Y las personas no somos sólo luz, somos luz, sombra, blanco, grises y con suerte, colores y música. Caroline cerraba los ojos, la nariz y su piel porque no podía darse el lujo de tener a su lado un ser humano normal, con aciertos y desaciertos, ni podía poner en palabras lo que sentía respecto a todo eso. No podía destronar a Charles Ingalls, sino a costa de denigrarlo de tal forma que se transformara en Jack el Destripador, destructor de la familia, mal padre, hipócrita que los había engañado a todos y condenarlo a los fuegos eternos. La lucha de Caroline estaba centrada en mantener la apariencia de lo que no era y a perpetuar a su familia en la mentira más rotunda. Para eso tenía un marido que le era absolutamente funcional y cedía siempre.
Así, su falta de herramientas para afrontar una vida real en vez de una vida de mandatos y novelas, no la hacía infeliz a ella sola, sino que hacía infelices a todos, ya que lo no dicho convive en el aire que respiramos y se filtra como el agua hasta los cimientos.
Aunque hice todo lo posible en aquellos tiempos por ser cauta en mis intervenciones, me equivoqué y eso terminó abruptamente con las sesiones. La excusa tonta que puso ya ni la recuerdo.
Esta semana me sorprendió que Caroline pidiera volver. Lo primero que me contó es que hacía unos días había tenido relaciones con su marido y eso la había dejado totalmente angustiada. Habiendo aprendido la lección, sólo callé. No pude dejar de fijarme en su pelo en toda la sesión: lo tenía peinado con raya al medio y con dos hebillitas a los costados, como si fuera una nena de siete años. Su sonrisa le hacía juego. Tenía tanta angustia contenida encima y que no podía expresar que la pude sentir en mi propio cuerpo. Preferí no preguntarle nada. Ella tampoco me dijo si quería volver.
Cuando amamos sólo una parte de una persona, corremos estos riesgos. Cuando no podemos aceptar que delante nuestro tenemos un ser humano integral, cuando no entendemos que todos tenemos luz y sombra, que todos podemos mentir, que todos podemos ser “buenos” y “malos”, que todos tenemos cosas de nosotros mismos que no nos gustan, que todos cometemos aciertos y errores, que no somos perfectos y que simplemente somos -tal vez- el escalón superior de la pirámide biológica, mezcla de animal y cultura, llenos de hormonas y neurotransmisores que nos gobiernan, no podemos ser felices.
Y la vida es muy corta para no intentar ser felices.
Caroline es feliz a su manera, por eso no se si le interesa estar en un proceso terapéutico. Perpetuar el engaño en el que vive le da el poder de castigar y de ahí saca su felicidad. Me pregunto si ella estará dispuesta también a ver su propio lado oscuro.
We are like quarks. Quarks, the adorably named building blocks of protons and neutrons, come only in groups, never alone. Apparently, the force that binds quarks together increases with distance, so the farther one tries to pry a lone quark away, the harder it will pull back. Therefore, free quarks never exist in nature. So, the farther any force tries to keep us apart, even me, even you, the harder we will be together. This is what Stephen Hawking basically says in The Grand Design, and, as he said too, we don’t need a gook to explain this.