Odio la gente que habla en diminutivos. Tuve muchos problemas para soportar a las maestras jardineras de mis hijos que me decian «mami» con su discurso meloso, antinatural y fingido. Tampoco soportaba que le dijeran a mis hijos que el perro era un «babau»: PE-RRO, se dice pe-rro, se dice AUUUUTOOO no tu-tu…. No es más facil decir GATO que decir «miau-miau». Pese a eso a mis hijos no les faltó ni les falta dulzura de mi parte, lo aclaro porque siempre está quien confunde ese hablar estúpido e inadecuado con dulzura, siempre está el que se queda con las apariencias. A mi la dulzura no me pasa por los diminutivos.
Por eso hoy, en el ciclo vital que me encuentro, bien adentrada y consolidada en la adultez, que alguien me hable con diminutivos me genera cólicos cerebrales. No me hables con diminutivos, menos a las 7 de la mañana. No me digas «el agüita», ‘la botellita», si no querés conocer al dragón (creo que podria ser un colacuernos húngaro) que mora en mi interior y que se despierta cuando escucha boludeces.
Cuando algo muy disruptivo me pasa no miro para otro lado, miro a la cara lo siniestro del cambio de escenario y busco mis puntos de referencia para ubicarme. Cuando me caigo por el agujero del conejo no cierro los ojos. Siempre miro, siempre voy a enfrentar hasta el último minuto todo, descarnadamente, sin piedad, sin diminutivos. Siempre mis faros son los mismos: mis amores, mis amigos, mis pasiones. Son bien pocos, pero muy muy concentrados. Son esos que saben el secreto para mantener dormido al dragón y no se asustan ante mi intensidad. Son los que tienen resto para bancar sinceridad extrema. Son lo único que me importa.
Necesito adelantar la vuelta a Londres, no creo poder esperar este lapso que me impuse. Y ya empiezo a pensar que nunca vale la pena esperar demasiado por lo que queremos, mas cuando solo depende de nosotros tenerlo.