Todos los nacidos después de la existencia de internet y más concretamente, quienes siendo jóvenes han crecido viviendo sus romances, encuentros y desencuentros amorosos a través del ICQ, el MSN, el chat de las más variadas formas, las redes sociales, el facetime, Skype, WhatsApp, Facebook y el humilde mensaje de texto, difícilmente puedan imaginar una vida de relación y de encuentros sin el auxilio de la tecnología.
La tecnología es sólo una herramienta, un medio para facilitar que aún estando en las antípodas, dos personas se sientan cerca. Pero la tecnología no es la que genera los contenidos ni la que hace brotar las palabras, es sólo un soporte, tan válido como el papel y la tinta. Las personas se han relacionado entre los géneros por los siglos de los siglos, forma más que útil y agradable de perpetuar la especie humana. Y aún aquellos que sabemos científicos y serios, han dejado sus huellas en el camino del romance. Incluso en las épocas que no era tan fácil como ahora.
Sigmund Freud antes de ser el padre del Psicoanálisis fue un joven médico neurólogo recién recibido, pobre, muy pobre, que se enamoro a primera vista de Martha Bernays, hija de una familia de buena posición que residía en Viena. Cuando se conocieron el flechazo fue recíproco y comenzaron a verse, pese a que Sigmund no era un candidato a la altura de las circunstancias sociales de Martha. Su madre, al ver la determinación de su hija en continuar su relación con un joven médico, pobre y ateo a pesar de su origen judío, decidió llevársela de Viena e instalarse en Wandsbek, un pueblo en las afueras de Hamburgo, para ver si la distancia los disuadía.
Allí comenzó un intercambio epistolar frondoso y que podría formar parte de la literatura más romántica de la historia de los romances de la humanidad. Se escribían dos o tres veces al día recíprocamente, con textos que iban de lo tierno a lo apasionado. Luego de un noviazgo a la distancia que duró cerca de cuatro años, con pocos encuentros personales y siempre en presencia de familiares, contrajeron matrimonio en 1886. Para contraer nupcias Freud tuvo que renunciar a continuar con su carrera e investigaciones y poner un consultorio particular. En una de sus cartas, le había dicho a Martha: «Querida Martha, qué pobres somos. Cuando alguien nos pregunte qué bienes poseemos para vivir juntos, lo único que podremos decir es: nada más que este desmesurado amor mutuo».
De ese matrimonio nacieron seis hijos. La religión y las prácticas religiosas fue un tema prohibido por Freud y respetado por Martha, quien sólo volvió a prender velas en su hogar el viernes siguiente de la muerte de Sigmund en 1939. Las investigaciones de Freud sobre la sexualidad humana no eran del agrado de Martha, quien lo consideraba como un «pornógrafo», sin embargo las respetó también y supo disfrutar de ser la esposa de Her Professor el Dr. Freud, ya catedrático y no sólo judío ateo y pobre. El mismo Sigy que, en esos diálogos diarios y a la distancia, le escribía a su Marty:
«Por mucho que te quieran, no renunciaré a ti por nadie, ni nadie te merece. No hay amor hacia ti que pueda compararse con el mío.
…estamos tan íntimamente unidos, me siento tan inefablemente feliz por el hecho de tenerte, y estoy tan seguro de tu interés hacia todo lo mío, que las cosas sólo son importantes para mi cuando tú las compartes.
Perdóname, amor mío, si a menudo no te escribo en el tono y con las palabras que tú te mereces, especialmente en respuesta a tus cariñosas cartas; pero pienso en ti con tan sosegada felicidad, que me es más fácil hablarte de cosas ajenas a nosotros que respecto a nosotros mismos.
(…) Estoy dispuesto a dejarme dominar completamente por mi princesa. Uno deja siempre con gusto que le subyugue la persona que ama; si hubiéramos llegado a eso, Marty…
Cuando recibo carta tuya, todo el ensueño se disipa y la vida real se introduce en mis células. Los problemas extraños quedan borrados en mi cerebro; se desvanecen las misteriosas concreciones pictóricas de las diversas enfermedades y desaparecen las teorías vacías. Hasta ahora habías compartido mi tristeza. Comparte hoy conmigo mi alegría, amada mía, y no creas que existe otra cosa sino tú en la médula de mis pensamientos«