La vida siempre tiene un final abierto. Por suerte, no tenemos certeza ni siquiera de lo que puede pasar en un rato. Planificamos, organizamos, agendamos… Y nada, un cuarto de giro en el camino y todo el recorrido cambia.
Y pedimos señales. A Dios, a Alá, a Jehová, a Budha, al Universo, a nosotros mismos, a quien sea. Y las señales llegan, porque siempre llegan. Pero la mayoría de las veces no nos gustan. Y miramos para otro lado. Y cuando toda la vida se empeña en hablarnos, mostrarnos, decirnos… nada, cerramos los ojos, nos tapamos los oídos, nos ponemos guantes y nos apretamos la nariz bien fuerte…
Por eso, porque la vida siempre tiene un final abierto, porque el destino no está escrito, porque construimos nuestra realidad a partir de nuestras elecciones, somos los únicos responsables de lo que nos pasa. No podemos culpar a nadie. Ni siquiera a nosotros mismos… Porque no se trata de culpas, sino de responsabilidades. De hacerse cargo, de no mentirse, de no engañarse. Yo NO tengo la culpa de lo que me pasa: yo SOY RESPONSABLE de lo que me pasa… Y seguramente también soy responsable de lo que le pasa a quienes están a mi alrededor.
Y no me refiero a los sufrimientos. Cada uno elige sufrir o no, el sufrimiento definitivamente es una opción personal y no algo que otra persona nos genera.
Me refiero a los efectos de nuestras acciones o inacciones sobre las personas que nos rodean y que tienen una consecuencia directa en sus vidas: el efecto de mentir, de ocultar, de abandonar, de descuidar y también el efecto de cuidar, de querer, de amar, de proteger.
Cada uno tiene la vida que se construye. Cada uno elige. Cada uno -si, Sigmund, una vez más te doy la razón- tiene uno o más beneficios secundarios de sus padecimientos y de sus quejas. Por eso no los abandonan. Por eso disfrutan padeciendo.
Que cada uno se quede con su vida, entonces, y elija vivirla o morirla como más le guste.
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