La crisis según Albert Einstein

Que cerremos los ojos no quiere decir que desaparezca el paisaje… Lo único que importa es lo que está en nuestro corazón.

Podés mirar para otro lado.

Podés cerrar los ojos y no mirar.

Podés no escuchar, podés anestesiarte, podés fingir, podés seguir sufriendo…

Pero el corazón siempre habla, hagas lo que hagas…

Cuando no lo escuchás, no estás abandonando a nadie… sólo te estás abandonando a vos mismo.

Final abierto

La vida siempre tiene un final abierto. Por suerte, no tenemos certeza ni siquiera de lo que puede pasar en un rato. Planificamos, organizamos, agendamos… Y nada, un cuarto de giro en el camino y todo el recorrido cambia.

Y pedimos señales. A Dios, a Alá, a Jehová, a Budha, al Universo, a nosotros mismos, a quien sea. Y las señales llegan, porque siempre llegan. Pero la mayoría de las veces no nos gustan. Y miramos para otro lado. Y cuando toda la vida se empeña en hablarnos, mostrarnos, decirnos… nada, cerramos los ojos, nos tapamos los oídos, nos ponemos guantes y nos apretamos la nariz bien fuerte…

Por eso, porque la vida siempre tiene un final abierto, porque el destino no está escrito, porque construimos nuestra realidad a partir de nuestras elecciones, somos los únicos responsables de lo que nos pasa. No podemos culpar a nadie. Ni siquiera a nosotros mismos… Porque no se trata de culpas, sino de responsabilidades. De hacerse cargo, de no mentirse, de no engañarse. Yo NO tengo la culpa de lo que me pasa: yo SOY RESPONSABLE de lo que me pasa… Y seguramente también soy responsable de lo que le pasa a quienes están a mi alrededor.

Y no me refiero a los sufrimientos. Cada uno elige sufrir o no, el sufrimiento definitivamente es una opción personal y no algo que otra persona nos genera.

Me refiero a los efectos de nuestras acciones o inacciones sobre las personas que nos rodean y que tienen una consecuencia directa en sus vidas: el efecto de mentir, de ocultar, de abandonar, de descuidar y también el efecto de cuidar, de querer, de amar, de proteger.

Cada uno tiene la vida que se construye. Cada uno elige. Cada uno -si, Sigmund, una vez más te doy la razón- tiene uno o más beneficios secundarios de sus padecimientos y de sus quejas. Por eso no los abandonan. Por eso disfrutan padeciendo.

Que cada uno se quede con su vida, entonces, y elija vivirla o morirla como más le guste.

El anuncio

Cuando se despertó todavía era de noche. Hacía frío. Sentía un placer inexplicable en levantarse de la cama en pleno invierno con apenas un short y una remerita de verano y buscar el saco colgado en su placard… Nunca lo dejaba cerca, porque nunca sabía si lo iba a usar o no.

Su vida estaba en las antípodas de lo que podía considerarse una vida rutinaria. Se levantaba casi siempre a la misma hora, pero nunca ponía el despertador a la misma hora. Aunque sea por llevarle la contra a la rutina, siempre había una modificación de más-menos cinco minutos. Era muy poco, pero era su lucha personalizada por no hacer todos los días lo mismo. Su situación laboral le permitía llegar a su trabajo sin un horario fijo, por lo tanto nunca nadie sabía a qué hora exacta llegaría. A veces abría el despacho ella misma, encendía las luces, y organizaba el día. Algunas pocas reuniones y entrevistas para tener mojones en la ruta era lo más estructurado que resistía.

Nunca pudo organizar un menú semanal, pero siempre se las había ingeniado para que su familia siguiera una dieta absolutamente equilibrada de proteínas, hidratos, fibras y grasas. Pero no existía un “día de pastas”, “día de pizza”, “día de carne”. Era una persona que salía a la calle a comprar un cuaderno para su hijo y podía volver con el cuaderno y dos latas de pintura, porque se le había ocurrido que quería cambiar el color de su dormitorio. Se alegraba de que, en definitiva, nunca sabía bien como iba a discurrir su día, salvo su vida laboral…

Pero cuando se levantó ese día sabía que todo estaba bastante armado. La planificación le gustaba, eran todas cosas que tenía muchas ganas de hacer. Pero algo en su interior había pasado, porque se levantó con una angustia terrible que le oprimía el pecho. Sentía ganas de hacer algo que hacía mucho tiempo había dejado de hacer: llorar. Se dió cuenta, incluso, que ya no tenía práctica y que las lágrimas, que la hubieran aliviado, no salían.

Fue al dormitorio de su hija y la vió dormir. Era sábado, podía dejarla un rato más hasta arrancar con las actividades proyectadas, muy poco usuales para un sábado, y que tanto las ilusionaron a ambas cuando las organizaron. Su hija necesitaba un padre, hacía mucho que lo venía pidiendo con sus actos, pero últimamente había comenzado a decirlo con palabras. Se preguntó si habría un lugar donde uno pudiera poner un anuncio y describir al tipo de persona que necesitaba: “busco hombre, fundamental que sea buena persona, que no sea mentiroso, que ame los chicos, los animales y las plantas, preferentemente deportista, que le guste el campo y la montaña, compañero, que no hable mucho pero que sea demostrativo en sus afectos, sensual, y sobre todo, libre de alma”.

Se rió de si misma, como hacía todo el tiempo. Su descripción no tenía ni requisitos físicos ni de cuestiones económicas y financieras… Por suerte ese lugar no existía, el solo hecho de entrevistar a los pocos tipos que cumplieran con esos requisitos y a los muchos mentirosos que se podían presentar, le sacaba las ganas.

La angustia crecía. Mientras tomaba un café negro, largo y demasiado fuerte para su estómago, recordó la conversación con una amiga, el día anterior. “Te exigís mucho, permitite equivocarte, tal vez te llegó la hora de admitir que todo eso fue un error”, le había dicho. Era cierto, hacía mucho que no se daba permiso para cambiar de opinión. Creía que luchar hasta las últimas consecuencias por todo era su destino inevitable y que la palabra «renunciar» no existía en su diccionario.

Sin darse cuenta las lágrimas empezaron a salir. Primero una. Era doloroso, sentía que se desarmaba, que una sutil desesperación comenzaba a invadirla. Después fue otra, y así empezaron a sucederse, como si una grieta hubiera comenzado a abrirse en su alma y todo eso que la desbordaba no cesaba de brotar.

La gran contradicción de su vida se había vuelto de agua y no paraba de arrastrarse por sus ojos, como si en eso se le escapara la vida. Tenía que dejar salir toda esa gran contradicción y liberarse también de eso. Era tremendamente agotador vivir como alguien fuerte, sosteniendo a todos a su alrededor, cuando en realidad, era ella quien, después de todo lo vivido, necesitaba un poco de sostén. ¿Por qué seguir insistiendo en ser una mujer con capacidad para entender al resto del mundo, cuando en realidad lo único que quería era que la entendieran un poco a ella y que le dieran exactamente lo que necesitaba? ¿Pedía mucho, era demasiado?

¿Y qué necesitaba? ¿Seguir creyendo en las libertades personales de los demás cuando la única libertad que nadie tenía en cuenta era la suya propia? ¿Seguir esperando de la vida definiciones que no iban a llegar nunca? Tal vez su amiga tenía razón: había puesto todo en un sentimiento que era una quimera, y esa mañana sentía que esos sentimientos habían entrado en terapia intensiva. Pensó que tal vez necesitaba un poco de cuidados, algo así como esos que ella vivía prodigando a quienes la rodeaban. Pensó que tal vez no era tan sano dejar que los demás hicieran lo que quisieran sin importarles nada, y que necesitaba exigirle un poco, al menos, a la vida. Pensó que tal vez tendría que reconocerse a si misma que no era tan fuerte como creía y que necesitaba que la cuidaran, que le dijeran que la querían, que le demostraran cuántas ganas tenían de estar con ella y que estuvieran.

Lo que estaba en terapia intensiva era una forma de comportarse ante el mundo. Había una fortaleza construida a lo largo de los años que se había agrietado. Se sintió triste por todo lo que iba a perder si intentaba cambiar algunas cosas. Pero tal vez existiera la posibilidad de encontrar algo mejor. Pensó en el anuncio y sonrió. Quizás no estuviera tan mal que existiera un lugar donde publicar un anuncio así. Seguramente en todo el mundo existiría alguien que también estuviera dispuesto a disfrutar la vida con intensidad, como merece ser disfrutada, y no viviendo en la mediocridad.

Podía poner en terapia intensiva todo, menos sus ganas de vivir.

 

Alas

El amor te da alas.

Alas para volar donde quieras.

Alas para cerrarlas y quedarte donde estás.

Alas para refugiar y dar calor.

Alas para alejarte cuando ya no querés dar combate.

Alas para volver cuando así lo necesitás.

Alas para crecer y sentirte fuerte.

Alas para meter la cabeza y esconderla.

Alas para planear por un cielo limpio y llenarte el alma de viento y de libertad.

Alas fuertes como las de un cóndor, o frágiles como las de una mariposa.

Alas para colgarlas y renunciar a todo, incluso al amor.

Vos elegís como usarlas.

 
 
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Nenas buenas

Cuento cortísimo. Se lo dedico a mi amiga Adriana (aunque ninguna de las dos ya fumemos ni seamos tan buenas).

Se levantó y se miró al espejo. No se gustó. Hacía varios días que se miraba y no se gustaba. Algo andaba mal, era un ruido molesto que sentía en la cabeza, pero no tenía ganas de saber qué era exactamente.

Fue a la cocina, encendió un cigarrillo y puso a calentar agua. Preparó el mate como todos los días. Era domingo, estaba sola. Música de fondo y mucho, mucho fastidio.

Se había pasado toda una vida, la suya, siendo la nena buena que papá y mamá le habían pedido. Buena en el colegio, buena en la facultad, buena en cada trabajo que tuvo. Ahora ya no era una nena, pero seguía siendo buena. Había sido una buena esposa, buena empleada, buena profesional, buena amiga, buena madre, buena ciudadana.

Pero lejos de sentirse bien por eso, se sentía una completa imbécil.

En el fondo sabía por dónde venía el malestar, y no tenía ganas de indagar más al respecto. Pero el ruido en la cabeza no paraba.

En el trabajo siempre elogiaban su desempeño… “qué bien qué hiciste esto”, “qué bien que manejaste tal tema”. Pero el ascenso se lo llevó otra persona. Así con todo. Recibía elogios, muchos elogios, pero el primer premio se lo daban a otro. Ella venía conformándose con ser buena, linda, genial, etc, etc, etc, pero no entendía bien por qué, todavía, no alcanzaba.

Al final, ese domingo, entre mate y humo, se preguntó si el problema no sería que se había esforzado demasiado por ser una nena buena, mientras que el mundo pertenecía a los seres comunes y corrientes, egoístas, humanos.

Se levantó y fue a mirarse otra vez al espejo. Seguía sin gustarse, sin verse ni linda ni nada parecido. Es más, se miró un poco más y se dijo que claramente tendría que verse aún peor, que definitivamente tenía que borrar esa expresión de idiota buena y dejar salir a la bruja que en algún lado de su alma debía anidar. Ser una fucking bitch, una jodida, como era la mayor parte de la gente que conocía.

Quizás así las cosas le fueran mejor. Las brujas y las jodidas tienen más suerte.

En definitiva, pensó, ella no buscaba elogios. No quería ser la mejor madre del mundo, sólo quería que sus hijos la amaran. No quería que le dijeran que era excelente en algo, quería que reconocieran su trabajo y le dieran lo que le correspondía. No quería que le dijeran que era una buena mina y que era linda, quería que estuvieran a su lado.

Ella ya había aprendido que detrás del elogio venía siempre un “… pero…”, y creía que no podría soportar ni uno más sin estallar.

Tenía que buscar. En algún lugar, en algún momento de su vida había perdido el egoísmo. Ese egoísmo fundamental para sobrevivir. Así no iba a poder resistir mucho más. Pero ¿dónde lo había dejado?

¿Por dónde empezar? ¿Qué tablero patear? ¿A quién le iba a apuntar primero? No tenía ganas de convertirse en Michael Douglas en Un día de furia, pero sabía que algo tenía que hacer urgente para que no fuera ella misma quien se quebrara internamente.

Lo sentía. Sabía que tenía que abrirle la puerta al enojo. Sabía que tenía que dejarlo salir. Sabía, ella sabía en el fondo qué la estaba enojando. Sabía que estaba siendo buena con todo el mundo y no estaba siendo buena con ella. Sabía que no reclamar, no preguntar, no saber, no hacer lo que debía hacer por ella misma, tenía más que ver con su miedo que con su bondad. Sabía que no preguntar y no exigir no era por su mentalidad zen, ni por sus creencias filosóficas, sino porque tenía miedo, mucho miedo.

Sabía, no podía seguir ocultándolo, donde estaban cada uno de sus pensamientos y de sus sentimientos. Sabía la frustración que su trabajo le generaba, el malestar que los problemas económicos le traían, el cansancio y el agotamiento de luchar todos los días por sus hijos, la angustia del no saber en qué iba a terminar esa apuesta al corazón en la que se había metido.

Se miró de nuevo al espejo y supo con claridad qué era lo que no le gustaba: no le gustaba su propia cobardía. Su cobardía disfrazada de bondad y de comprensión. Las piernas se le doblaban.

No era buena, era una cobarde. No era comprensiva, estaba aterrorizada. No era que tuviera una paz interior que la sostuviera, que estaba centrada y en contacto con su propia verdad. Era que las incognitas, la incertidumbre, el no saber, la habían paralizado, la habían dejado suspendida y con cara de espanto. Se tuvo que admitir que todo lo que ignoraba era tanto que no era posible sostenerse en el medio de esa nada.

En definitiva, era una cuestión de valentía. De ser valiente para enfrentarse con las cosas que tanto la asustaban. De ser valiente para admitir que tal vez con alguno de sus hijos estaba fracasando en su misión, de entender que en el trabajo el mejor puesto se lo queda el que mejor palanca tiene, de admitir que fue una imbécil al comprar su libertad en lugar de exigirla por la fuerza y de admitir que a veces tenía que dejar de ser una nena buena y ser una mujer exigente y respetarse a si misma.

Encendió otro cigarrillo. No estaba segura de lograrlo. Venía de una generación de nenas buenas. Pero sabía que por algún lado iba a empezar, que algún tablero iba a patear. Aunque todavía no supiera bien cual.

Si no es estandard: ¿no sirve?

Hoy me encontré con una amiga que hacía mucho tiempo no veia. Una mujer con espíritu  juvenil y fresco, psicóloga, poeta, apasionada de la maternidad y buena mina. Ambas nos reconocimos con una felicidad que se nos refleja en los ojos y en el semblante y nos lo dijimos abiertamente. Y ella me contó quién es el responsable de su mirada llena de estrellitas de colores.

Hace poco tiempo se casó. Un casamiento de una pareja adulta no es lo mismo que el de una pareja joven. En especial cuando se elije el acto, la formalidad del contrato matrimonial y va seguido de la publicidad del mismo. O dicho de otra forma: cuando dos adultos se casan y elijen hacerlo pasando por un registro civil y con una fiesta para sus amigos, nos están dando un mensaje muy claro: “hola todos, acá estamos nosotros, nos amamos y queremos que todos lo sepan!!!”. Claro como el agua de lluvia…

Creo que una de las características principales de una unión así entre dos adultos es que no responde al “hacer lo que socialmente se espera que uno haga a determinada edad”, sino a la libertad de elegir con quien compartir la vida sin ninguna  presión. A veces esa libertad viene acompañada de la sabiduría que implica conocer al otro, saber que no es perfecto, aceptarlo en su imperfección y amarlo profundamente con lo que nos gusta y con lo que no nos gusta. Una pareja no debería pretender cambiar al otro por alguien que no es ni idealizarlo con virtudes que no posee.

Pero el matrimonio de mi amiga no es standar. Viven cada uno en su hogar durante la semana y conviven los fines de semana. Diversas razones hacen que hayan tomado esta decisión, que si bien es circunstancial y temporal, siempre genera interrogantes en el grupo de personas cercanas y no cercanas. Y se interrogan porque no duermen juntos en la semana, a pesar que ambos se cuidan, se protegen, están pendientes el uno del otro y no desatienden ninguna de sus necesidades afectivas y/o materiales… ¿Podemos pensar seriamente que están «separados» en la semana y que sólo están juntos los fines de semana?

Mientras escribía esto me acordaba que hace poco estuve en Canadá y nunca perdí contacto con mis hijos, podía hacer las compras del supermercado para ellos desde allí, saber a qué hora llegaban y qué los preocupaba, mimarlos a distancia y recibir sus mimos… Es cierto que miles de kilómetros nos separaban, pero no nos sentimos lejos sino muy muy cerca. Ellos sabían que, aún allí, podía cuidarlos.

Me pregunto: si no es standard ¿no sirve? Si una relación entre dos personas que se quieren no es convencional, no responde al “deber ser” de lo que culturalmente en un lugar determinado y en un tiempo determinado se considera lo adecuado ¿la señalamos?. Lo distinto nos asusta… Tal vez lo que a algunos le parece raro, extraño, poco usual, distinto, incomprensible, sea, precisamente, la posibilidad que tienen muchos de adaptarse inteligentemente a las circunstancias, sobreponerse a las adversidades y priorizar lo único que, definitivamente, vale: los sentimientos y las ganas de compartir la vida, amarse, ser amado y saberse querido, cuidarse y ser cuidado.

 Bravo por uds MM!!!

¿Querer = cuidar?

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Cuando cuidamos algo generalmente nos referimos a la atención y dedicación que ponemos en un objeto para abstenernos o realizar determinadas acciones, tendientes a conservar su estado original, evitar roturas o daños.

Cuando cuidamos a una persona nos podemos referir a un sinnúmero de actividades, desde cubrir funciones indispensables como alimentar hasta ocuparnos de facilitar las mas triviales cuestiones tendientes a hacer la vida de alguien mas placentera. También hablamos de cuidados cuando atendemos a un enfermo o incluso cuando deparamos atenciones vinculadas con la protección.

Los cuidados pueden no estar vinculados a un sentimiento originado en la persona cuidada. Puede cuidarse a una persona como parte de una actividad profesional (el cuidado de pacientes), o laboral (el cuidado de niños por parte de una niñera). Pero cuando de afectos se trata, me pregunto si cuidar es sinónimo de querer.

Entre personas que no están vinculadas por una relación contractual de la índole que sea, parecería que el hecho de brindar cuidados es sinónimo de afecto. ¿Qué podría hacer nacer la necesidad de cuidar a alguien más que el amor? Y no me refiero solo al amor entre una pareja o quienes ambicionan a serlo -se correspondan o no- sino también al amor filial, al amor fraternal, al amor familiar y a la amistad.

En un primer análisis, intuyo que alguien que cuida a otro es alguien que quiere a esa persona, sin entrar en detalles de grados, de cuanto ni de como. Hasta la intención de cuidado (hay personas que no se dejan cuidar) delataría sentimientos afectivos, el mero pensamiento, la fantasía de cuidado y atención nos daría pistas de que hay afectos en juego. Pero mi inquietud pasa por otra cuestión…

Cuando sostenemos que queremos, que amamos a alguien: ¿es el cuidado una condición sine qua non? ¿Podemos decir que amamos a alguien sin cuidarla? ¿Es compatible el amor o la amistad con la falta de cuidados?

Tema complejo, porque veo a diario gente que dice quererse pero que no se cuida. El cuidado implica la posibilidad de llevar adelante una operación contraria al narcisismo: olvidarse por un rato de si mismo para detenerse en las necesidades de otra persona. Incluso esto puede implicar mensurar el grado de importancia o urgencia de una necesidad propia y una necesidad ajena… Aunque aquí voy a hacer una digresión, absolutamente personal, y que consiste en que a veces, cuando amamos a alguien, sus necesidades pueden ser vividas como propias y no como ajenas…

Me resulta muy difícil pensar una relación donde hay amor en juego donde no se brinden cuidados, en un ida y vuelta, alternando roles, sin necesidad en pensar en una emulación del rol materno o paterno, pero si con la suficiente falta de egoísmo como para, en algunos casos, pensar en función de la necesidad del otro antes que en la prioridad personal.

Intento pensar como podría ser una relación basada en el amor con falencias o ausencia de cuidados… Mi imaginación hoy es bastante limitada, pero me queda flotando esta pregunta, retórica por cierto, dando vuelta la ecuación: «Si no me cuidas, ¿realmente me querés?»

La «realidad» es eso que vamos construyendo segundo a segundo…

Algunos acontecimientos de la vida que nacen como hechos extraordinariamente positivos terminan siendo desastrosos. Otros, que parecen las siete plagas de Egipto, pueden llegar a generar frutos benéficos y al final, son valorados como verdaderas bendiciones.

No podemos adelantarnos a decretar cómo es algo, ni a valorarlo con un signo + o – hasta no verificar las consecuencias que trae consigo. Un mínimo cambio, un pequeño desplazamiento, termina produciendo alteraciones gigantescas… lo que generalmente se conoce como “efecto mariposa”: según J. Gleick, “si agita hoy, con su aleteo, el aire de Pekín una mariposa, puede modificar los sistemas climáticos de Nueva York el mes que viene”.

¿Cómo saber entonces en qué terminara algo y con qué consecuencias? Dentro del tablero de la vida hay muchas posibilidades. Lo que es seguro es que cuando elegimos algo, estamos desechando un montón de otras alternativas, y con ellas, muchas miles de variables que se van abriendo como abanicos. Un mínimo cambio, una “nimiedad”, puede generar consecuencias insospechadas.

No nos apresuremos a catalogar “esto es bueno” o “esto es malo”. Vivamos la vida teniendo en cuenta que la realidad siempre depende de la perspectiva desde la cual la miremos y que cuando modificamos un poquito nuestra posición, veremos las cosas de otra manera. Y si además, incluimos distintas variables, otros filtros, otros colores, la realidad parecerá también cambiar.

No hay verdades objetivas, la realidad la vamos creando paso a paso a medida que vivimos. Somos lo que pensamos y lo que sentimos. Por eso, es importante tratar de escuchar nuestras cuerdas interiores para tratar de que lo externo vibre en armonía. Hay que escuchar nuestro corazón, nuestra alma, nuestro espíritu, nuestra conciencia o como queramos llamar a nuestra esencia, prestarle más atención, intentar determinar dónde nos sentimos más centrados y, fundamentalmente, tratar de no vivir ficciones innecesarias.

A veces vivir de acuerdo a los sentimientos y alejarnos de las ficciones es doloroso. Pero absolutamente necesario para crecer y acercarnos un poco más a ese sentimiento de bienestar interior y de tranquilidad que nos hace saber que estamos viviendo conforme a lo que verdaderamente sentimos y no siguiendo destinos ajenos. Esa independencia de espíritu tiene que ver con la capacidad de tomar decisiones por sí mismo y asumiendo la responsabilidad que se deriva. Nadie va a vivir nuestra vida por nosotros… y minuto a minuto avanzamos sin que haya posibilidad de volver atrás ni de recuperar cada instante que va pasando. A lo sumo podemos resignificar nuestro pasado, pero en definitiva, lo único que tenemos es el aquí y ahora y la posibilidad de tratar de transformar cada minuto  en algo valioso e irrepetible, sin dejar cuentas pendientes.

Algunos apuntes sobre la falsa dicotomía «mente-cuerpo»

La formulación cartesiana «pienso, luego existo», con su noción de una mente incorpórea, que piensa, razona y emite juicios en forma independiente del cuerpo, ha dado lugar a muchos análisis y debates. A poco que pensemos que todos los pensamientos se originan en un cerebro que los pre-existe, la idea parecería remitirnos a una visión del ser como un organismo fragmentado, dividido, propio de algunas patologías y típico en algunos mecanismos de defensa, donde parece el organismo ir por un lado y la psique por otra, donde lo que se espera es un ser íntegro, biológicamente complejo, con relaciones que van y vienen interdeterminándose. Feedback permanente entre la mente y el cuerpo. No hay pensamiento sin un ser pensante. No hay sonido en el bosque, por más que se caigan todos los árboles, sin un receptor que pueda decodificar las ondas.

La esencia del ser humano, del sujeto, no debería ser la escisión, sino la unidad. «Somos y después pensamos, y pensamos sólo en la medida que somos, porque las estructuras y operaciones del ser causan el pensamiento«, sostenía Antonio Damasio en «El error de Descartes. La razón de las emociones». Lo contrario trae aparejadas muchas consecuencias, algunas de las cuales son complejas.

Algunos ejemplos los podemos ver en la clínica de la discapacidad, donde, a poco de ¿andar? la realidad sale a interrogarnos en primer plano sobre lo singular de un cuerpo y un organismo. «Si la singularidad es puesta en escena por el sujeto, es que ésta ha advenido por operatorias que subvierten el orden puramente biológico. Las dimensiones, las del cuerpo que no coinciden con el ordenamiento anátomo-fisiológico«, y siguiendo con Alicia Fainblum: «Marcas en el cuerpo, marcas significantes que hacen a la estructuración subjetiva a la par que al armado del cuerpo, que en tanto repersentado adquiere estatuto subjetivo«. ¿Donde se aloja el «pienso»? ¿En el cuerpo? ¿En el organismo? No son lo mismo, y la consecuencia es que donde hay sólo organismo y no cuerpo, no hay sujeto, hay un objeto, objeto de Otro, otro u otros, «objetitos», «paquetitos» amaestrados al servicio del deseo de los demás, y no de los suyos propios.

Para pensar, tengo que existir. Y para existir, no ya en la acepción biológica, sino en el sentido de ser un ser humano y no una cosa, tengo que surgir como sujeto. Y donde más pienso y racionalizo, donde más murallas intelectuales levanto, por lo general, más logro esconderme.

Cuando nacemos, inacabados, inmaduros, no tenemos noción del ser-no ser, del yo-no yo, del dentro-fuera. Será con el juego del contacto con el cuerpo de aquel que cumpla el rol materno que el bebé empezará a percibir sus propias sensaciones. Ese manojo de pulsiones es un puro organismo, no un «cuerpo». Será el deseo de ese Otro que lo contiene lo que posibilitará, fundacionalmente, que ese organismo se transforme en un niño con un cuerpo. Y deberá luego ese niño apropiarse de ese cuerpo, sostenido por la mirada de otro que lo acepte como es. Completo y no fragmentado.  Lacán, en 1975, dice «el cuerpo adquiere peso por vía de la mirada«.

Pienso, luego existo, me remite a que la mente va por un lado, y el cuerpo por el otro. Y cuando la mente sufre, las marcas en el cuerpo no tardan en aparecer. Y cuando el cuerpo sufre, la mente también se altera. Lacán trabajó sobre la fórmula cartesiana y donde Descartes dijo «pienso, luego existo», Lacan propuso «Soy donde no pienso, y pienso donde no soy», aludiendo al sujeto del inconsciente, donde lo más verdadero del sujeto surge, precisamente, de las manifestaciones de su inconsciente.

Pienso… luego existo. Pienso, luego soy, pero ¿qué soy? ¿sólo una mente que piensa? Me sigo quedando con el anudamiento de lo real, lo simbólico y lo imaginario.. nudo borromeo que le dicen.

«Ahí donde no estoy

sigo siendo

en el reflejo

de tu mirada

que sin saberlo

todavía me busca…»