Cuento cortísimo. Se lo dedico a mi amiga Adriana (aunque ninguna de las dos ya fumemos ni seamos tan buenas).
Se levantó y se miró al espejo. No se gustó. Hacía varios días que se miraba y no se gustaba. Algo andaba mal, era un ruido molesto que sentía en la cabeza, pero no tenía ganas de saber qué era exactamente.
Fue a la cocina, encendió un cigarrillo y puso a calentar agua. Preparó el mate como todos los días. Era domingo, estaba sola. Música de fondo y mucho, mucho fastidio.
Se había pasado toda una vida, la suya, siendo la nena buena que papá y mamá le habían pedido. Buena en el colegio, buena en la facultad, buena en cada trabajo que tuvo. Ahora ya no era una nena, pero seguía siendo buena. Había sido una buena esposa, buena empleada, buena profesional, buena amiga, buena madre, buena ciudadana.
Pero lejos de sentirse bien por eso, se sentía una completa imbécil.
En el fondo sabía por dónde venía el malestar, y no tenía ganas de indagar más al respecto. Pero el ruido en la cabeza no paraba.
En el trabajo siempre elogiaban su desempeño… “qué bien qué hiciste esto”, “qué bien que manejaste tal tema”. Pero el ascenso se lo llevó otra persona. Así con todo. Recibía elogios, muchos elogios, pero el primer premio se lo daban a otro. Ella venía conformándose con ser buena, linda, genial, etc, etc, etc, pero no entendía bien por qué, todavía, no alcanzaba.
Al final, ese domingo, entre mate y humo, se preguntó si el problema no sería que se había esforzado demasiado por ser una nena buena, mientras que el mundo pertenecía a los seres comunes y corrientes, egoístas, humanos.
Se levantó y fue a mirarse otra vez al espejo. Seguía sin gustarse, sin verse ni linda ni nada parecido. Es más, se miró un poco más y se dijo que claramente tendría que verse aún peor, que definitivamente tenía que borrar esa expresión de idiota buena y dejar salir a la bruja que en algún lado de su alma debía anidar. Ser una fucking bitch, una jodida, como era la mayor parte de la gente que conocía.
Quizás así las cosas le fueran mejor. Las brujas y las jodidas tienen más suerte.
En definitiva, pensó, ella no buscaba elogios. No quería ser la mejor madre del mundo, sólo quería que sus hijos la amaran. No quería que le dijeran que era excelente en algo, quería que reconocieran su trabajo y le dieran lo que le correspondía. No quería que le dijeran que era una buena mina y que era linda, quería que estuvieran a su lado.
Ella ya había aprendido que detrás del elogio venía siempre un “… pero…”, y creía que no podría soportar ni uno más sin estallar.
Tenía que buscar. En algún lugar, en algún momento de su vida había perdido el egoísmo. Ese egoísmo fundamental para sobrevivir. Así no iba a poder resistir mucho más. Pero ¿dónde lo había dejado?
¿Por dónde empezar? ¿Qué tablero patear? ¿A quién le iba a apuntar primero? No tenía ganas de convertirse en Michael Douglas en Un día de furia, pero sabía que algo tenía que hacer urgente para que no fuera ella misma quien se quebrara internamente.
Lo sentía. Sabía que tenía que abrirle la puerta al enojo. Sabía que tenía que dejarlo salir. Sabía, ella sabía en el fondo qué la estaba enojando. Sabía que estaba siendo buena con todo el mundo y no estaba siendo buena con ella. Sabía que no reclamar, no preguntar, no saber, no hacer lo que debía hacer por ella misma, tenía más que ver con su miedo que con su bondad. Sabía que no preguntar y no exigir no era por su mentalidad zen, ni por sus creencias filosóficas, sino porque tenía miedo, mucho miedo.
Sabía, no podía seguir ocultándolo, donde estaban cada uno de sus pensamientos y de sus sentimientos. Sabía la frustración que su trabajo le generaba, el malestar que los problemas económicos le traían, el cansancio y el agotamiento de luchar todos los días por sus hijos, la angustia del no saber en qué iba a terminar esa apuesta al corazón en la que se había metido.
Se miró de nuevo al espejo y supo con claridad qué era lo que no le gustaba: no le gustaba su propia cobardía. Su cobardía disfrazada de bondad y de comprensión. Las piernas se le doblaban.
No era buena, era una cobarde. No era comprensiva, estaba aterrorizada. No era que tuviera una paz interior que la sostuviera, que estaba centrada y en contacto con su propia verdad. Era que las incognitas, la incertidumbre, el no saber, la habían paralizado, la habían dejado suspendida y con cara de espanto. Se tuvo que admitir que todo lo que ignoraba era tanto que no era posible sostenerse en el medio de esa nada.
En definitiva, era una cuestión de valentía. De ser valiente para enfrentarse con las cosas que tanto la asustaban. De ser valiente para admitir que tal vez con alguno de sus hijos estaba fracasando en su misión, de entender que en el trabajo el mejor puesto se lo queda el que mejor palanca tiene, de admitir que fue una imbécil al comprar su libertad en lugar de exigirla por la fuerza y de admitir que a veces tenía que dejar de ser una nena buena y ser una mujer exigente y respetarse a si misma.
Encendió otro cigarrillo. No estaba segura de lograrlo. Venía de una generación de nenas buenas. Pero sabía que por algún lado iba a empezar, que algún tablero iba a patear. Aunque todavía no supiera bien cual.
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