A se levantó como todas las mañanas: 6.30 se leía en la pantalla de su celular.
Fue a despertar a sus hijos, planchó dos remeras, preparó dos viandas, separó el dinero para el almuerzo del que no llevaba vianda, preparó un te, galletitas, le dio de comer al perro, al gato y a los canarios. Lavó dos copas de la noche anterior. Volvió a su dormitorio para cambiarse, se duchó en tres minutos, se cambió, volvió a arrear a sus hijos.
Peinó a su hija menor como pudo, volvió a gritar a los dos mayores, se hacía tarde para entrar en el colegio. Firmó las notas que habían estampado en el cuaderno de su hija mayor por problemas de conducta. Se preguntó qué iba a hacer con esa niña/adolescente que no respondía a ninguna consigna. Le dio una campera a su hijo para que se abrigara…
Salió a abrir el agua, prendió la bomba, sacó la tranca del portón. Volvió a entrar y revisó todo, miró el reloj: 6:55… y se puso la corbata ¿Pensaste que era una mujer? No, te equivocaste. Era un hombre.
Hacía dos meses que su mujer había muerto, de golpe, de imprevisto, sin pedir permiso, sin consultarlo, sin preguntar qué opinaba.
A, que siempre había tratado de tener todo bajo control, de dominar, de ser “perfecto”, brillante, talentoso, esa mañana se sentó en su cocina y pensó en ella.
Por primera vez se dio cuenta que quería decirle algo: “te entiendo”, o de repente un “¿cómo hacés para hacer tantas cosas?” y en realidad hubiera sido mejor un “te ayudo”, aunque a pocos segundos se dio cuenta que la única frase que hubiera servido era “hagámoslo juntos”.
Pero ella no estaba. “¡Quiero que me escuches!”, pensó, “quiero que sepas que ahora entendí, que me dí cuenta lo que querías decir”.
Lástima. Aunque una lágrima rodó por su mejilla, nadie lo vio. Y nadie lo escuchó.